Leer y escribir han sido los pilares para mi equilibrio vital. La revolución que me sucedió en el último año del kínder, se quedó conmigo para llenarme de dicha. Aún recuerdo el momento exacto en que aprendí a leer. Tendría seis años. Estaba acostada boca arriba en el sofá, en pijama, con mi libro en las manos cuando de pronto explotó la magia: ¡Las letras, unidas a otras formaban sonidos que hacían aparecer imágenes en mi mente! O-S-O se convertía en oso, un animal peludo enorme, o el peluche que abrazaba para dormir, o Yogui el de la tele.
Dentro de mi joven cerebro se detonaron fuegos artificiales escandalosos. Nunca más la letra «o» fue una bola o la «s» una culebrita. Eran códigos que me habían revelado sus secretos, y desde ahí, mi amistad con las letras ha sido absoluta. Más que amistad, es devoción. Pues más tarde apareció otra dicha: Cuando yo escribía algo para mi mamá, ella se ponía feliz. El colmo fue la Navidad en que hice de regalo un pequeño relato de cada miembro de mi familia. ¡Siete personas contentas por las palabras que les escribí! Fue fantástico. Porque me había salido sin esfuerzo y con corazón.
Mi relación con las palabras ha sido en general, muy buena. Antes de leer, ya mostraba afición por ellas, ¡hablaba muchísimo! Al tener cinco hermanos mayores, mi léxico era nutrido, lo cual divertía a los adultos. De ahí mi confianza inicial para expresarme. Pero surgieron tropiezos. No todo eran aplausos. Las palabras también me causaron problemas, cuando no tuve cuidado al usarlas. Y cuando ingenuamente les transferí mi ego, confundiéndolo con mi alma y creí que me la habían rasgado.
Décadas de escribir en secreto. En cuadernos íntimos que de tan íntimos no recibieron el oxígeno de la retroalimentación, ni la frescura de miradas bien intencionadas.
Con este blog, me libero de la mordaza. Me muestro. Con mis heridas al aire, también con mi alegría, para retomar el gozo y la vocación que siempre ha bullido en mí.
¡Que viva la escritura!


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