
Nos mudamos a la casa de la avenida “A” en el verano de 1979.
Antes vivíamos en la colonia Providencia, en una casa que me apretaba, por los espacios y por las hormonas disparadas de cinco hermanos adolescentes.
Mis recuerdos de la casa anterior son en blanco y negro mientras que en la casa nueva son en tecnicolor. La colonia, en Zapopan, Jalisco tiene una historia peculiar: En 1905, doscientos cincuenta familias de Estados Unidos llegaron a establecerse en una loma de clima benigno y tierras a buen precio. Trazaron avenidas amplias con árboles en los camellones, empedraron calles y construyeron casas rodeadas de jardines, nombrando las calles por números y las avenidas por letras. Se llama Seattle, porque los fundadores provenían de Seattle, Washington. La mayoría de los pioneros tuvieron que irse al iniciar la revolución, algunos nunca volvieron. Cuando nosotros vivíamos ahí, la poblaban varios extranjeros que llegaron más tarde.
Descubrir y hacer mío cada rincón fue una aventura que saboreé entusiasmada, acompañada de mi perra Pola, mientras cosechaba limones, mandarinas, zarzamoras y aguacates.
La cochera, cuando no estaba ocupada, era un gran patio de losetas cuadradas de barro, perfecto para deslizarme en patines.
Subía por escaleras de caracol a explorar azoteas desde donde espiaba los ires y venires de mis hermanos, y que reportaba en el “Diario o cuaderno para espías”, mi primer diario que aún conservo. La zona del tendedero era mi gimnasio, donde me colgaba de unas barras de metal pretendiendo ser Nadia Comaneci. En el jardín que dividía la casa principal de la casita, daba marometas y vueltas de carro en el pasto. Una banca de parque antiguo era la viga de equilibrio. ¡Y los árboles! Me subí a todos, incluida la vieja galeana que sostenía al columpio.
Además del jardín grande, lleno de árboles trepables, ¡había alberca! En días de calor seco, al bajar del autobús escolar, me daba un chapuzón con el uniforme puesto. Las tardes y fines de semana, los pasaba en traje de baño.
La casa tenía partes de adobe y partes de ladrillo. Le fueron haciendo ampliaciones conforme a las necesidades de la familia californiana que la construyó. El resultado final fueron tres edificaciones de una planta unidas por patios y jardines. En la sección principal, además de sala, comedor y demás espacios habituales de las casas, había una terraza tipo invernadero y tres cuartos peculiares: Junto al antecomedor, uno muy húmedo de techo de tejas que los antiguos dueños llamaban “costurero”. Anexo a la recámara de mis papás, un cuarto pequeño, que después de ser el cuarto de mi hermana mayor, albergó el telar de mi mamá. Este comunicaba con el oratorio del pastor protestante que nos vendió la casa. Ese cuartito siempre me dio escalofríos, era estrecho, mohoso, oscuro. Uno de mis hermanos se lo apropió para revelar fotos. Más adelante, ahí apareció la boa bebé que se había perdido años atrás, convertida en toda una señora de dos metros.
Había un pozo -con una moderna bomba hidroneumática- al cual se accedía por el baño de visitas. Estaba medio escondido porque los pozos eran ilegales.
La “casita” al fondo del jardín, era el territorio de mis hermanos. Seguramente la hicieron para recibir visitas. Tenía recámara, baño, cocina, comedor y una sala grande con chimenea, que se convirtió en el cuarto de dos de mis hermanos.
La tercera edificación era lavandería, servicios, bodega y otro cuarto agradable con un ventanal que albergó el restirador de mi hermana mientras estudiaba arquitectura, y más tarde contuvo otro telar inmenso de mi mamá. A ella le daba por temas. Coleccionó tazas, ídolos prehispánicas, antigüedades, telares. Todo cabía.
Mi amiga Cathy Evashuk vivía cerca, en la avenida “B”. Conocía la casa antes que yo y heredó el juego del mundo de los osos que le enseñó Sandra, hija del pastor.
El mundo de los osos se jugaba en la parte menos soleada del jardín. Para atravesar el portal invisible, nos parábamos con los pies juntos en una piedra al lado de los árboles de plátano, donde por la falta de sol, no crecía el pasto. Ahí, Cathy hacía algo parecido a una invocación en una lengua mágica, medio rusa medio inventada. Luego, caminábamos por una vereda entre los rosales hasta la estatua de San Francisco. No podíamos entrar al mismo tiempo. Primero entraba una y después la otra. El mundo de los gigantes emergía del otro lado de la estatua, pero solamente lo veíamos si las dos jugábamos.
En el instante de cruzar el portal, aunque nos rodeaban las mismas plantas y árboles, el aire se volvía más espeso, más húmedo. Dábamos unos pasos, sintiéndonos ligeras, casi flotando, y poco después, aparecían los seres gigantes. Eran sonrientes y nos recibían con gusto en su mundo paralelo. Nos daban la bienvenida como si siempre nos estuvieran esperando.
En tamaño y temperamento, parecían osos panda. Se nos hacían más evidentes los olores de las rosas y los limoneros. Teníamos diez años y la consciencia clara de que ser niñas era un privilegio maravilloso que tenía los días contados. Los osos nos anclaban a nuestra niñez, que no teníamos interés en abandonar, por lo que nos comprometíamos con ellos a siempre seguir jugando, especialmente cuando fuéramos mayores. Para volver al mundo humano, teníamos que salir exactamente por donde habíamos entrado, por el pasadizo secreto.
Convivir con los osos siempre nos hacía sentir felices y afortunadas.
Cathy y yo compartíamos ese mundo fusionando nuestras mentes. Lo que una pensaba, se lo contaba a la otra y juntas lo volvíamos realidad. La nuestra era una fuerte amistad. Fuimos compañeras desde antes de entrar al kinder. Ella, hija única de una excéntrica canadiense divorciada de un ruso que mi amiga apenas recordaba. Yo, sexta y última hija de una pareja de chilangos asentados en Guadalajara, sentía que me había equivocado de familia. Percibía a mis hermanos como una pandilla compacta, a quien veía en fotos celebrando cumpleaños y días de campo cuando yo aún no existía. A Cathy y a mí nos unían la edad, y la soledad. Y la complicidad al crear mundos compartidos.
En esa casa pasé mi niñez de colores y después la adolescencia, que a pesar de los juramentos a los osos, no pude detener.
Uno a uno, todos los hermanos nos fuimos. Cathy volvió a Canadá.
Sonrío contenta al evocar ese hogar amplio donde celebramos las bodas de mis hermanas y otras buenas pachangas. Ahora es un complejo de varias casas frente a una avenida-parque de las más lindas de Guadalajara. Mi hermana vive a unas calles y cada que voy a visitarla, procuro pasear disfrutando los árboles y la tranquilidad que aún se respira en la colonia.


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